lunes, 13 de mayo de 2024

Ingeniería romana

 Las termas - Los bañales




El circo de Tarraco 



El teatro de Cartago Nova




El anfiteatro de cartago- gladiadores




domingo, 29 de octubre de 2023

¡NO SON GIGANTES...!

 

Fragmentos 

Capítulo Primero: Que trata de la condición y ejercicio del famoso hidalgo D. Quijote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor. Una olla de algo más vaca que carnero, salpicón las más noches, duelos y quebrantos los sábados, lentejas los viernes, algún palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían sayo de velarte, calzas de velludo para las fiestas con sus pantuflos de lo mismo, los días de entre semana se honraba con su vellori de lo más fino. Tenía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta, y una sobrina que no llegaba a los veinte, y un mozo de campo y plaza, que así ensillaba el rocín como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años, era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro; gran madrugador y amigo de la caza. Quieren decir que tenía el sobrenombre de Quijada o Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben), aunque por conjeturas verosímiles se deja entender que se llama Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento; basta que en la narración dél no se salga un punto de la verdad. 


Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba a leer libros de caballerías con tanta afición y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda; y llegó a tanto su curiosidad y desatino en esto, que vendió muchas hanegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías en que leer; y así llevó a su casa todos cuantos pudo haber dellos; y de todos ningunos le parecían tan bien como los que compuso el famoso Feliciano de Silva: porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas; y más cuando llegaba a leer aquellos requiebros y cartas de desafío, donde en muchas partes hallaba escrito: la razón de la sinrazón que a mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura, y también cuando leía: los altos cielos que de vuestra divinidad divinamente con las estrellas se fortifican, y os hacen merecedora del merecimiento que merece la vuestra grandeza. Con estas y semejantes razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por entenderlas, y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para sólo ello. No estaba muy bien con las heridas que don Belianis daba y recibía, porque se imaginaba que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro y todo el cuerpo lleno de cicatrices y señales; pero con todo alababa en su autor aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable aventura, y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y darle fin al pie de la letra como allí se promete; y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores y continuos pensamientos no se lo estorbaran.

Tuvo muchas veces competencia con el cura de su lugar (que era hombre docto graduado en Sigüenza), sobre cuál había sido mejor caballero, Palmerín de Inglaterra o Amadís de Gaula; mas maese Nicolás, barbero del mismo pueblo, decía que ninguno llegaba al caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo; que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga.

En resolución, él se enfrascó tanto en su lectura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio, y así, del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro, de manera que vino a perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles, y asentósele de tal modo en la imaginación que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo.

Decía él, que el Cid Ruy Díaz había sido muy buen caballero; pero que no tenía que ver con el caballero de la ardiente espada, que de sólo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes.(...)

En efecto, rematado ya su juicio, vino a dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fue que le pareció convenible y necesario, así para el aumento de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, e irse por todo el mundo con sus armas y caballo a buscar las aventuras, y a ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre y fama.

Imaginábase el pobre ya coronado por el valor de su brazo por lo menos del imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del estraño gusto que en ellos sentía, se dió priesa a poner en efecto lo que deseaba.


Capítulo VIII Del buen suceso que el valeroso Don Quijote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación

En esto descubrieron treinta o cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo, y así como Don Quijote los vió, dijo a su escudero: 
 -La ventura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos a desear; porque ves allí, amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta o poco más desaforados gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles a todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos a enriquecer: que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. 
-¿Qué gigantes? -dijo Sancho Panza. 
-Aquellos que allí ves, -respondió su amo-, de los brazos largos, que los suelen tener algunos de casi dos leguas. 
-Mire vuestra merced, -respondió Sancho-, que aquellos que allí se parecen no son gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos son las aspas, que volteadas del viento hacen andar la piedra del molino. 
-Bien parece, -respondió Don Quijote-, que no estás cursado en esto de las aventuras; ellos son gigantes, y si tienes miedo quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy a entrar con ellos en fiera y desigual batalla. 

Y diciendo esto, dio de espuelas a su caballo Rocinante, sin atender a las voces que su escudero Sancho le daba, advirtiéndole que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes aquellos que iba a acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que ni oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque estaba ya bien cerca, lo que eran; antes iba diciendo en voces altas: 
-Non fuyades, cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. 

Levantóse en esto un poco de viento y las grandes aspas comenzaron a moverse, lo cual visto por Don Quijote, dijo: 
-Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar.

Y en diciendo esto, y encomendándose de todo corazón a su señora Dulcinea, pidiéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en ristre, arremetió a todo el galope de Rocinante, y embistió con el primer molino que estaba delante; y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras sí al caballo y al caballero, que fue rodando muy maltrecho por el campo. Acudió Sancho Panza a socorrerle a todo el correr de su asno, y cuando llegó, halló que no se podía menear, tal fue el golpe que dio con él Rocinante. -¡Válame Dios! -dijo Sancho-; ¿no le dije yo a vuestra merced que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no los podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza? 
-Calla, amigo Sancho, -respondió Don Quijote-, que las cosas de la guerra, más que otras, están sujetas a continua mudanza, cuanto más que yo pienso, y es así verdad, que aquel sabio Frestón, que me robó el aposento y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos por quitarme la gloria de su vencimiento: tal es la enemistad que me tiene; mas al cabo al cabo han de poder poco sus malas artes contra la voluntad de mi espada. 
-Dios lo haga como puede, -respondió Sancho Panza. Y ayudándole a levantar, tornó a subir sobre Rocinante, que medio despaldado estaba; y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del puerto Lápice, porque allí decía Don Quijote que no era posible dejar de hallarse muchas y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero;

Capítulo XXII-De la libertad que dió Don Quijote á muchos desdichados, que mal de su grado los llevaban donde no quisieran ir.
 



Capítulo LXXIIII- De cómo don Quijote cayó malo y del testamento que hizo y su muerte

Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
—Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
—¡Ay! —respondió Sancho llorando—. No se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir sin más ni más, sin que nadie le mate ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
—Así es —dijo Sansón—, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.
—Señores —dijo don Quijote—, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño. Yo fui loco y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano. (...

martes, 26 de septiembre de 2023

Descripción - Viaje al centro de la tierra

Julio Verne

 VIAJE AL CENTRO DE LA TIERRA





Texto liberado PDF - https://biblioteca.org.ar/libros/150001.pdf

Fotograma de la película de 1959

Añádase a esto que mi tío era conservador del museo mineralógico del señor Struve, el embajador de Rusia: una magnífica colección de fama europea. 

Tal era el personaje que me interpelaba con tanta impaciencia. Imaginaos un hombre alto, enjuto, con una salud de hierro y de un rubio juvenil que le quitaba diez buenos años a los cincuenta que tenía. Sus grandes ojos giraban sin cesar detrás de unas gafas considerables; su nariz, larga y delgada, parecía una hoja afilada; los maliciosos pretendían incluso que estaba imantada y que atraía las limaduras de hierro. Pura calumnia: sólo atraía el tabaco, pero en gran abundancia, a decir verdad.

Cuando haya añadido que mi tío daba pasos matemáticos de media legua y que al caminar mantenía sus puños sólidamente cerrados, señal de un temperamento impetuoso, se le conocerá lo bastante para no sentir afición por su compañía. Vivía en su casita de Königstrasse, morada mitad de madera, mitad de ladrillo, rematada en un frontispicio almenado; daba a uno de esos sinuosos canales que se cruzan en medio del barrio más antiguo de Hamburgo, que respetó afortunadamente el incendio de 1842.


La vieja casa se inclinaba un poco, cierto, y tendía el vientre hacia los transeúntes; tenía inclinado su techo sobre la oreja, como la gorra de un estudiante de la Tugendbund y la verticalidad de sus líneas dejaba que desear; pero, en resumidas cuentas, se mantenía bien gracias a un viejo olmo vigorosamente encastrado en la fachada, que en primavera echaba sus brotes en flor a través de los cristales de las ventanas.

Variaciones de estilo - Queneau

 

Variaciones de estilo - Queneau



https://www.doctorojiplatico.com/2013/02/raymond-queneau-ejercicios-de-estilo.html


http://www.agujademarear.com/2008/07/los-ejercicios-de-estilo-de-raymond.html

El tiempo narrativo

 Verne - La vuelta al mundo en 80 días




Aquella noche, los cinco colegas del caballero estaban reunidos, nueve horas hacía en el salón del Reform Club. Los dos banqueros John Sullivan y Samuel Fallentin, el ingeniero Andrés Stuart, Gualterio Ralph, administrador del Banco de Inglaterra, el cervecero Tomás Flanagan, todos aguardaban con ansiedad. En el momento en que el reloj del gran salón señaló las ocho y veinticinco, Andrés Stuart, levantándose dijo: —Señores, dentro de veinte minutos, el plazo convenido con el señor Fogg habrá expirado. —¿A qué hora llegó el último tren de Liverpool? —preguntó Tomás Flanagan.

—A las siete y veintitrés —respondió Gualterio Ralph—, y el tren siguiente no llega hasta las doce y diez. —Pues bien, señores —repuso Andrés Stuart—, si Phileas Fogg hubiese llegado en el tren de las siete y veintitrés, ya estaría aquí. Podemos, pues, considerar la apuesta como ganada. —Aguardemos, y no decidamos —respondió Samuel Fallentin—. Ya sabéis que nuestro colega es un excéntrico de primer orden, su exactitud en todo es bien conocida. Nunca llega tarde ni temprano, y no me sorprendería verlo aparecer aquí en el último momento. —Pues yo —dijo Andrés Stuart, tan nervioso como siempre—, lo vería y no lo creería. —En efecto —repuso Tomás Flanagan—, el proyecto de Phileas Fogg era insensato. Cualquiera que fuese su exactitud, no podía impedir atrasos inevitables, y una pérdida de dos o tres días basta para comprometer su viaje. —Observaréis, además —añadió John Sullivan— que no hemos recibido noticia ninguna de nuestro colega, y sin embargo, no faltan alambres telegráficos por su camino. —¡Ha perdido, señores —repuso Andrés Stuart—, ha perdido sin remedio! Ya sabéis que el China, único vapor de Nueva York que ha podido tomar para llegar a Liverpool a tiempo, ha llegado ayer. Ahora bien; aquí está la lista de los pasajeros, publicada por la Shipping Gazette, y no figura entre ellos Phileas Fogg. Admitiendo las probabilidades más favorables, nuestro colega está apenas en América. Calculo en veinte días, por lo menos, el atraso que traerá sobre el plazo convenido, y el viejo lord Albermale perderá también sus cinco mil libras. —Es evidente —respondió Gualterio Ralph—, y mañana no tendremos más que presentar en casa de Baring Hermanos el cheque del señor Fogg. En aquel momento, el reloj del salón señalaba las ocho y cuarenta. —Aún faltan cinco minutos —dijo Andrés Stuart. Los cinco colegas se miraban. Hubiera podido creerse que los latidos de sus corazones experimentaban cierta aceleración, porque al fin la partida era fuerte. Pero lo quisieron disimular, porque, a propuesta de Samuel Fallentin, tomaron asiento en una mesa de juego. —¡No daría mi parte de cuatro mil libras en la apuesta —dijo Andrés Stuart sentándose—, aun cuando me ofrecieran tres mil novecientas noventa y nueve! La manecilla señalaba entonces las ocho y cuarenta y dos minutos. Los jugadores habían tomado las cartas, pero a cada momento su mirada se fijaba en el reloj. Se puede asegurar que, cualquiera que fuese su seguridad, nunca les habían parecido tan largos los minutos. —Las ocho y cuarenta y tres —dijo Tomás Flanagan, cortando la baraja que le presentaba Gualterio Ralph. Hubo un momento de silencio. El vasto salón del club estaba tranquilo; pero afuera se oía la algazara de la muchedumbre, dominada algunas veces por agudos gritos. El péndulo batía los segundos con seguridad matemática. Cada jugador podía contar con las divisiones sexagesimales que herían su oído. —¡Las ocho y cuarenta y cuatro! —dijo John Sullivan, con una voz que descubría una emoción involuntaria.



Un minuto nada más, y la apuesta estaba ganada. Andrés Stuart y sus compañeros ya no jugaban. ¡Habían abandonado las cartas y contaban los segundos! A los cuarenta segundos, nada. ¡A los cincuenta nada tampoco! A los cincuenta y cinco se oyó fuera un estrépito atronador, aplausos, vítores, y hasta imprecaciones que prolongaron en redoble continuo. Los jugadores se levantaron. A los cincuenta y siete segundos, la puerta del salón se abrió, y no había batido el péndulo los sesenta segundos, cuando Phileas Fogg aparecía seguido de una multitud delirante, que había forzado la puerta del Club, y con voz calmosa, dijo: —Aquí estoy, señores.

PRESENTACIÓN

 

¿Qué hay de nuevo?

Un saludo a todos y a todas, esta será nuestra plataforma de lanzamiento para que accedáis a diferentes contenidos del universo lingüístico y literario. Espero un viaje apacible y lleno de descubrimientos,- no todos los días podemos viajar al universo de las letras- visitaremos diferentes planetas, conoceremos habitantes extraños, viajeros galácticos y  bordearemos algún agujero negro.
Buen viaje aventureros.

Ingeniería romana

 Las termas - Los bañales El circo de Tarraco  El teatro de Cartago Nova El anfiteatro de cartago- gladiadores